Dos microrrelatos

OLGA

Malditos espejos, a quien se le ocurriría la brillante idea de llenar esto de espejos ?

Yo no vengo a mirarme, vengo a comprar, si al menos lo limitaran a la zona de la ropa…Aquella de allí es Sonia ? Que no me vea, por favor, si ya se lo que me va a decir, Olga ! Cariño, engordaste ? No, que va, que me debían unos kilos y me los están pagando a plazos, no te digo. Siempre me digo que es la última que le soporto y me asombro de que le aguanto otra más. No sé porqué me hago drama con todo,¿ seré melodramática ? ¿ O la reina del drama ? Paso por la zona prohibida, cojo una tableta y me voy. Otra noche de viernes en pijama, tirada en el sofá, con una onza de chocolate y una pelicula de Gerald Butler en el DVD, me tiene loca, el tío está como un queso, si encontrara uno igual o parecido, no como el cabronazo de Miguel…hoy cogeré trufas y doble dosis. La necesito.

LA FAROLA

El tipo se plantó bajo la farola; sacó un papel del bolsillo, cuando terminó de leerlo encendió una cerilla y le prendió fuego. Era una fría noche de otoño. De esas en que la humedad se cuela por las rendijas y sopla un viento ártico. Bajaba una niebla pertinaz, como aquella que en tiempos trajo a las costas a los bárbaros del norte. Me parecía estar viendo una película de espías, El tercer hombre. Que secreto se habría volatilizado con las cenizas ? Con su sello de oro, su corbata, su cazadora de piel vuelta, pantalón de tergal y fumando un puro, el individuo lo mismo podría ser policía que delincuente. ¿ Se trataba de un asunto turbio ? ¿ Una aventura ? Cuando el papel terminó de arder, lo tiró al suelo, cruzó la calle y subió a un monovolumen. Miré alrededor. En la esquina había una oficina bancaria, más allá una tienda de ropa y una cafetería. ¿ Sería una nota de la camarera ? ¿ Un recibo, un extracto de cuenta ?¿ Alguna información confidencial ? . Encogiendo los hombros, seguí caminando con mi perro calle abajo entre la gélida bruma.

La Habana

Cuba-La-Habana

POSTALES DE LA HABANA

La Habana son turistas admiradores de Hemingway trasegando daiquiris en el Floridita; sin azúcar, como dicen los camareros que le gustaban al escritor de El viejo y el mar. O un mojito con ron blanco, yerbabuena, limón y unas gotas de angostura en La bodeguita del medio, buscando un centímetro libre en las paredes para dejar tu firma. El inmenso jardín botánico, donde van las niñas vestidas de estreno a fotografiarse entre juncos y nenúfares cuando cumplen los quince. La salsa de Van Van o de Manolín junto a las lágrimas negras del son santiaguero y el hasta siempre comandante. Los tríos de guitarra, tres y bongó cantando Guantanamera en el hall del Hotel Sevilla, donde con una guayabera y un sombrero Panamá aun puedes sentirte como un potentado de la época colonial.

La Habana es el museo de la Revolución en la residencia del dictador Batista, donde un afable guía te enseña el túnel secreto por el que huyó en dirección a Marbella, placentero retiro franquista para el asesino. Paredes cubiertas de fotos en blanco y negro de la gesta de Sierra Maestra y la omnipresencia del héroe gallego, y enfrente del palacete, souvenir encerrado en una urna de metacrilato, el Granma, el yate en el que desembarcaron un dos de diciembre de 1956 aquellos jóvenes que iban a cambiar el destino de sus compatriotas, modernos Ulises de una epopeya antiimperialista.

La Habana son autopistas de cuatro carriles sin tráfico en dirección a los cayos, pasando por Cojímar y Playas del Este, bordeada de fervorosos lemas: Patria o Muerte; Hasta la victoria siempre; y siguiendo por Matanzas y el puerto de Mariel, desde donde los cubanos, robinsones contemporáneos, se embarcan en cualquier artefacto flotador desafiando las corrientes del estrecho de Florida, en busca del paraíso capitalista y los dólares de Miami.

La Habana es el infinito malecón, los niños bañándose y pescando, las parejas paseando de la mano. Las lanchas de pasaje abarrotadas de fieles cruzando la bahía en dirección a Guanabacoa, a pedirle sus favores a la Virgen de Regla, Yemayá para la santería.  El cañonazo del Morro al anochecer. Jóvenes mulatas de pelo bueno y risa fácil meneando sabrosonas las caderas en cines al aire libre el fin de semana. Bebiendo malta Bucanero o cerveza Cristal y soñando con un papirriqui con guaniquiqui. 

Los chalés de Miramar, donde ancianas criollas de piel blanca se balancean en sus mecedoras al atardecer, en el porche, atendidas por mucamas morenas, aguardando la hora de ir a dormir el sueño eterno en su lujoso panteón del cementerio de Colón.

La Habana es el madrileño paseo del Prado, la hermosa decrepitud de la Habana Vieja al atardecer, las bodas de blanco en sábado, las guaguas camello abarrotadas en dirección a Marianao. Cadillacs y Chevrolets recién salidos de La jungla de asfalto. Bicicletas, miles de bicicletas chinas. Grupos de pioneros pañuelo azul al cuello adoctrinados en la causa, nuevos Eliancitos comunistas. Un cuarto con ventilador en el techo y una ventana con vistas a la lujuriosa vegetación. Esa humedad invasora, indolente. Patios de atrás donde los columpios y cenadores han dado paso a corrales de cerdos y gallinas. Mulatos, mestizos, chinos, blancos, prietos, negros más no se puede hablando solos por las callejas de El Vedado, gritándole su alienación al mundo; brigadas de treinta obreros alquitranando dos metros cuadrados de calle enfrente del Capitolio; dos trabajando, el resto apoyados en sus palas, obligados por ley a regalarle unas horas de penalidad al ayuntamiento.

Un helado de fresa y chocolate en el Coppelia, modernos restaurantes oficiales donde sirven puerco asado con arroz congrí y batido de frutabomba, prohibido llamarla papaya, o paladares ilegales en los que comer caguama, hicotea o langosta, mientras los cubanos de a pie se hartan de hambre y papas. Viejas fabricas de tabaco destartaladas, como la H-Uppman, donde las torcedoras lían hojas de Vueltabajo entre los aromas de los mejores vegueros del mundo.

La Habana es un poema de José Martí, es el Che Guevara en la jactanciosa plaza de la Revolución donde Fidel perdió el paso y se dio de bruces contra la realidad. Colas kilométricas en las tiendas estatales, cartillas de racionamiento, leche en polvo extra para las embarazadas y los niños hasta siete años. Apagones programados. Gasolina en bidones, comprada en el mercado negro. No cojas lucha, mi amor, algo hay que hacer resolver. Ron destilado casero chipaétren con olor a petróleo. Las atestadas calles vaciadas en segundos a la hora del culebrón. Conversaciones a voz en grito de un balcón a otro. Susurros para hablar del tema, del único tema chico, la libertad, porque la policía política tiene ojos y oídos atentos en cada cuadra, en cada esquina, en cada portal. La mitad de los cubanos vigilando a la otra mitad. Sexualidad desenfrenada, exuberante y natural como el clima. Tan pronto cae una ducha del cielo como a los pocos segundos sale un sol que derrite el pavimento. La Habana es pura vida en ebullición, palpitante, presurosa y calmada, festiva, única.

Mala suerte

MALA SUERTE

Su vida era tan absurda que cuando intentó suicidarse, la bala le rebotó en la sien. Quedó aturdido, antes de desmayarse recordó que había leído una vez que un arma calibre veintidós solía fallar y no era recomendable para matarse. Pero este era el sino de su vida. Hijo de viuda, enseguida empezaron a llamarle hijo de puta y a tirarle piedras y latas con los bordes oxidados, de tal modo que en una de aquellas pescó el tétanos. A resultas del cual pasó un tiempo en el hospital entre la vida y la muerte. Y no fue la última vez, por todo tipo de causas, desde unas fiebres tifoideas a un lavado de estómago, se convirtió en paciente habitual. El no quería saber de que vivía su madre, que no parecía trabajar, pero tenía muchos amigos y mantenía la nevera llena, hasta que un día se largó con un camionero de Ciudad Real, y el frigorifico empezó a vaciarse a toda velocidad, de modo que acabó en un centro de acogida, donde sobrevivió como pudo hasta los dieciocho. A esa edad consiguió un trabajo de mozo de almacén, descargando paquetes para unos colombianos. Un dia llegó la policía y detuvo a todo el mundo. Resultó que era una empresa tapadera y las cajas contenían cocaína. A pesar de no tener nada que ver, le obsequiaron con unas largas vacaciones pagadas en una carcel, seis años y un día, que aprovechó para licenciarse en vagancia y gandulería. Aunque repitió un curso, consiguió el diploma de gandul redomado. Al salir de la trena, tiró por la calle de en medio, y al ser la más transitada, le atropellaron. De nuevo en el hospital, ocho meses escayolado hasta las cejas. Tras la rehabilitación, consiguió trabajo de limpiador en un gimnasio, un lugar cuando menos turbio, con olor a choto y a linimento, donde una colonia de hongos que había en las duchas le invadieron, dejándole en la calle en cuanto los jefes se percataron de que su cuerpo se había plagado de champiñones.

Entonces contactó con unos amigos de prisión y se enroló en una banda de ladrones de enanos de jardín, pero no tenían mucha salida y acabó llenando el cuarto del hostal con ellos, hasta que la patrona se hartó y le echó a la calle; fue mejor, porque había empezado a hablar con ellos, y hasta un día creyó que le contestaban…

Tras ver pasar toda su vida por delante, como dicen que les sucede a los que van a morir, se murió. Aunque no le había atravesado el cráneo, la bala le había provocado una hemorragia cerebral. Mala suerte, dijo el forense, un par de milímetros a la izquierda y se habría salvado. Quizás no tenía tan mala suerte después de todo.