MEMENTO MORI

El día que murió Franco yo apenas me enteré. En mi casa tampoco se guardó luto, no teníamos nada que agradecerle; vivíamos en un barrio obrero, en un pequeño piso acosado con vistas a tendales y cortinas de encaje y aireado con los guisos del vecindario que se colaban por las rendijas. El olor de las fabas y los potes de berza flotaba por escaleras y rellanos del edificio. Los inviernos eran fríos, muy fríos y nuestras manos y pies sufrían ataques de sabañones, aun guardo en la memoria el olor de la glicerina que nos untábamos en las grietas de la piel y como escocía. Llovía mucho y nevaba de vez en cuando, pero cuando salía el sol, ese sol canijo de diciembre, las bajas presiones traían el olor del humo de las cocinas de carbón a nuestra nariz. Mieres olía a mina.

Los niños de aquella época crecimos salvajes y libres en las calles. El colegio era otro cantar, pero en cuanto salíamos corríamos a casa, tirábamos la maleta con los libros en cualquier parte, cogíamos la merienda, bocadillo de chorizo de Pamplona o de dulce de membrillo, y sin parar de correr, a jugar. Trepábamos a los arboles, jugábamos a indios y vaqueros con pistolas de pinzas que disparaban garbanzos, pero también con arcos y flechas fabricadas con varillas de paraguas o con tirachinas cargados con clavijas de la luz, cien por una peseta en la ferretería. Mi compañero de pupitre, Dolfo, no veía por el ojo derecho, se había quedado tuerto jugando a Guillermo Tell con su hermano Willy. Ya es mala suerte, imagino como tuvo que ser presentarse en casa con un alambre disparado por tu hermano clavado en el ojo. Los juegos de guerra eran algo cotidiano, las peleas también. Comprábamos azufre en la droguería Marcelino, pastillas de clorato potásico en la farmacia de “la coja”, lo mezclábamos con carbón vegetal hecho por nosotros y fabricábamos pólvora con la que hacíamos explotar latas rellenas de piedras y construíamos cohetes a la luna con papel de plata que subían un metro o dos en el aire antes de estrellarse. Hasta las niñas, que no jugaban con nosotros, vivían en un mundo hostil. Echaban a suertes con Don Federico: Don Federico mató a su mujer, la hizo picadillo, la puso en la sartén, la gente que pasaba, olía a carne asada. Era la mujer de Don Fe-de-ri-co, te tocó. Saltaban a la comba cantando coplas tradicionales como: Me casó mi madre, me casó mi madre chiquita y bonita ay ay ay chiquita y bonita con un muchachito que yo no quería ay ay ay que yo no quería. Duro ser niña. Duro ser mujer en la guerra de sexos.

Mi principal preocupación en aquel noviembre de mil novecientos setenta y cinco tenía que ver con unas botas de suela de tanque que mi madre se empeñó en comprar dos tallas más de la mía para “que durasen”. El mote salió solo, supongo, yo era un crío raquítico de nueve años que usaba pantalón corto incluso en enero, así que la suma de dos piernas escuálidas al aire y unas botas grandes dieron como resultado Zapatones. Más por la espalda que a la cara porque yo tenía muy mala hostia y respondía con patadas en las espinillas a quien se pusiera delante y hay que reconocer que aquellas botas no se si estaban hechas para caminar, pero para dar patadas si. Gracias a eso conseguí enterrar el mote en un par de semanas. Pero seguía mi cabreo con aquella manía de mamá de comprarlo todo grande y de pasarme en herencia los jerseys de mi hermano Pepe, que me sacaba dos años. Como desagravio papá me había regalado un trozo de cuarzo de color morado, un tesoro que llevaba siempre conmigo. Esa semana, claro, quería ser geólogo, me parecía apasionante pasarse la vida atesorando piedras de colores, que era lo que yo creía que hacía un geólogo. Ese mismo mes también había querido ser ciclista, hasta que la bici se descuajeringó y la rueda delantera se largó sola dejándome atrás. También quise ser pirata en los mares del sur, aunque no estaba seguro de querer una pata de palo y un garfio en la mano, lo de las piedras sonaba menos aventurero pero más seguro.

Cuando murió Franco, que yo casi no sabía quien era, nos dieron unos días de vacaciones. Fue entonces cuando pasó lo de Santi. Estábamos un montón de críos jugando al fútbol en una explanada de tierra y gravilla que había delante de la escuela de capataces. Cerca pasaba la vía del tren y junto a ella había una torre de alta tensión que zumbaba como una colmena. No se en que momento Santi se encaramó a ella y empezó a subir. Paramos de jugar y nos arrimamos a contemplar la escalada. Ya había subido un par de tramos y yo estaba nervioso porque parecía que se iba a caer, pero no, seguía ascendiendo mientras jaleábamos la hazaña con gritos y silbidos. Ya había llegado casi arriba del todo cuando se abrazó a la torre con una mano, puso la otra a modo de visera y empezó a gritar ¡Tierra, tierra! como si fuera el vigía de una carabela. Debió de pensar que aun no estaba lo suficientemente alto y subió el último tramo. Desde abajo le gritaban que parase, estaba muy cerca de los cables y justo en ese momento su pelo rozó uno de ellos. Hubo un chisporroteo, Santi empezó a temblar y se soltó de la torre, por un momento pareció flotar en el aire imantado a la electricidad, pero terminó cayendo al suelo como un fardo. Y allí se quedó humeando, amoratado, carbonizado. La mayoría echamos a correr gritando y nos juntamos, excitados, con un miedo ancestral en el cuerpo, en el parque cercano. Era la primera vez que veíamos a alguien morir en vivo y en directo y encima achicharrado. No era el primer cadáver que veía, unos meses antes había muerto mi abuelo y allí nos habían llevado, hermanos y primos, al velatorio. De cuerpo presente. Gugú estaba acostado en pijama en una cama turca, tieso, inmóvil, con un pañuelo por debajo de la barbilla atado con un nudo en la cabeza como en los tebeos. Para cerrar la mandíbula, nos explicaron, porque sino se desencaja. A los muertos hay que cerrarles los ojos y la boca, ellos ya no hacen nada por si mismos. Por lo menos los muertos pobres como mi abuelo; el cadáver de Franco parecía mas vivo, con aquel uniforme de gala sembrado de medallas, el ataúd forrado de sedas y el desfile interminable de plañideras que rezaban porque todo fuese un malentendido y el muerto se incorporase en el féretro clamando: ¡Españoles! Nunca volví a tocar un cable de la luz.