Que fue de…?

LAS 4 DE LA MAÑANA

Sam Spade

Son las cuatro de la mañana, la ciudad duerme, y yo aquí sentado en la penumbra, con mi insomnio a cuestas. Tal vez en Lexington con la quinta las putas de quince pavos y sus chulos discuten y fuman. Yo mismo debería estar en un bar fumando y bebiendo. Un Cutty Shark con hielo, en vaso largo. Nunca pensé que este condenado pajarraco de plomo me traería tantos problemas. El halcón maltés, hay que joderse con la leyenda. Y ahí sigue, mirándome con esos ojos vacíos, pero cargados de avaricia. De buena gana me tomaba un sorbo, pero en alcohólicos anónimos no estarían muy contentos y yo mañana tampoco. Aún recuerdo mi última desintoxicación, las noches en vela, los delirios. Y cuando consigo dormir, esa maldita pesadilla que se repite una y otra vez. Voy caminando, sin detenerme, bordeando precipicios, sorteando barrancos, deambulando por tejados y cornisas, hasta caer y caer en el vacío. Antes de despertar de esta alucinación, estoy en un bar, borracho. Es este condenado trabajo. Todo el día husmeando en cuartos de hotel mugrientos y malolientes. El hombre invisible que espía detrás de las ventanas los pecados ajenos, y los míos ¿ que hago con ellos?. Resolviendo enigmas como quien ensambla las piezas de un rompecabezas. Escrutando hasta el mínimo detalle. Para al final ver que nadie queda satisfecho con mis pesquisas. Creo que voy a tomar un trago…

 

GREGORIO SAMSA

Mi vida como cucaracha.

Cuando salí de casa de mis padres, buscando la libertad, anduve perdido durante un tiempo, no encontraba mi lugar en el mundo, y me ví atrapado sin querer en una plaga de bichos carroñeros como yo, palpando con mis apéndices en busca de restos de banquetes. A eso me he visto abocado, al festín de los condenados, a las migajas del convite. Así llegué a una cocina del barrio chino, entre gritos en mandarín y olor agridulce a salsa de soja. Allí necesitabas cinco ojos, porque las ratas acechaban entre la lechuga prestas a despojarte de tu almuerzo y convertirte en el suyo. También había que ser habilidoso esquivando los machetes de los cocineros. Se que eran chinos por el idioma. Los chinos hablan chino, los coreanos, coreano y los vietnamitas, vietnamita. Es el único modo de discernir entre unos y otros, por el habla.

Un día que me dormí me gasearon con insecticida, pesqué un grave acceso de tos que a punto estuvo de terminar en un enfisema, pasé un tiempo en el hospital atado a una bombona de oxigeno. El doctor me recomendó ir al campo a recuperarme, allí conocí a una oruga de la que me enamoré locamente. Pero como buena procesionaria del pino, nunca nos veíamos a solas, y además se pasaba el día rezando rosarios y recorriendo vía crucis, y de sexo nada de nada, nasti de plasti.

Al fin recibí una oferta que no pude rechazar, una colonia de hormigas rojas me invitó a pasar un fin de semana a cuerpo de rey, gratis total, todo por prestarles mis antenas para captar la señal del satélite y ver el partido del siglo. Para comer había de todo, gusanitos, oruguitas, pipas, capullos, crisálidas…me dí un atracón. Eructé y quedé amodorrado. Al despertar de la siesta e ir a desperezarme, me noto inmovilizado. Estas perversas trabajadoras me habían volteado y estaban atandome con pegajosas hebras para que no pudiera huir, mientras me pican inmisericordes para inocularme su veneno y yo me voy quedando traspuesto, intoxicado…

 

Escabeche

Microrrelato

 

Fueron felices y comieron perdices. Escabechadas, con patatas fritas y una ensalada Cesar. Ese fue el gran error, la salsa. Dos horas más tarde competían por ver quien llegaba antes al retrete. Ambos yendose patas abajo sin remisión. Al anochecer ya estaban en urgencias, tumbados en una cama, con una botella de suero inyectable en el brazo para evitar la deshidratación. Dias despues, cuando les dieron el alta, decidieron divorciarse. Ella prometió hacerse vegetariana y el juró no volver a casarse nunca.

 

 

Tres versiones de una fotografía

 Un relato sonoro, olfativo y surrealista.

 

A mediodía, el parque de Europa está atestado. Un rumor sordo como un zumbidosobrevuela el ambiente. Con un chirriar de frenos, el bus de la línea S se detiene frente a la parada, subo y las puertas se cierran con estrépito hidráulico. Está abarrotado, saturado de un murmullo bullicioso, incesante, por encima del cual se eleva el altavoz de una emisora de radio. Al fondo un tipo de sombrero extravagante alborota con sus gritos, discute con su vecino acerca de dolorosos pisotones. Olvida la disputa en cuanto queda libre un asiento, y se abalanza sobre el resoplando y dejándose caer como un fardo pesado. El reloj de una iglesia tañe con gran estruendo dos horas más tarde, cuando vuelvo a ver al individuo. Un amigo vocifera insistente,  desgañitandose por hacerse oir entre el fragor de los tambores hippies que atruenan la estación del Humedal. Intenta convencerle de que debería abrigarse mas, el invierno está cerca. El estallido de una rueda apaga los ecos de la charla…

 

Es mediodía, En el parque Europa están asfaltando la calle, y el alquitrán recalentado se evapora llenando el aire con efluvios de refinería de petroleo. El autobús de la linea S se detiene en la parada, un tipo de desagradable hedor me adelanta, con una mueca de asco le sigo. Está saturado, de gente y de miasmas, fragancias de todo tipo, perfumes de ocasión y humanidad entremezclados, Al fondo, un individuo de sombrero mugriento discute con otro que transpira en abundancia, pringoso. Su aliento huele a cocina de restaurante chino. Algo sobre pisotones les distrae. Se abalanza sobre un asiento libre con tal rapidez que deja una estela de colonia barata tras de si. No da tiempo ni a esfumarse la esencia de la anterior ocupante. Dos horas más tarde, lo encuentro de nuevo en la estación del Humedal, revolotea la atmosfera el aroma de café de los bares y una ligera humedad resinosa. Un amigo que come castañas de un cucurucho de papel intenta convencerle de hacer unos ajustes a su abrigo. Una humarada procedente de los coches le atrofia la nariz. Estornuda.

 

Es mediodía, y parece que en el parque Europa regalaran entradas para el cementerio. Que ingravidez pesada. Tanta gente junta, como si estar en una multitud pudiera paliar la soledad que les acompaña. Esa soledad que atufa, que hiela sus miradas y ensancha sus ojeras; que carga sus bocas de rictus esquinados. Cuando se detiene el bus de la línea S, un montón de muertos andantes baja, otros subimos. Busco un sitio junto a alguien vivo. No lo encuentro. Al fondo, una especie de jirafa discute a gritos con un elefante. Parece que le ha pisado, es lo que tiene ser grácil en un mundo de paquidermos; o pisas o te pisan, y puede resultar doloroso en cualquier caso. Y que chistera, se nota que además de jirafa tiene ínfulas de grulla, con esa nuez en medio del cuello, tal parece que se ha tragado un tornillo. Abandona la cháchara para abalanzarse sobre un sitio que ha dejado libre el cadáver de un cocodrilo. Dos horas más tarde, en la estación del Humedal, veo emerger como un periscopio el pescuezo del tipo del autobús entre el gentío. Un jabalí seboso y rubicundo, gesticulador, intenta convencerle para abrigar mejor ese cuello largo, no vaya a pillar un constipado. Se acerca el invierno y hay que ver ese botón, la guerra que está dando.