WINDOW PANE

VENTANA ABIERTA

No puedes devolver al genio a la botella una vez que está fuera. Windowpane fue la palabra clave, la contraseña, no abracadabra ni ábrete Sésamo y no hubo que frotar ninguna lámpara.

Angel, un ex-seminarista -me pregunto si uno será seminarista de por vida, como se es alcohólico o jugador aunque lo hayas dejado- acababa de llegar de Castilla con información relevante. Circulaban unos tripis de calidad superior, unos guindopen puro lsd25 que tenían revolucionada la ciudad subterránea, la que vive y late en los límites, en las cuevas rupestres, en los sótanos, en los pubs en los que se pinchaba rock abiertos toda la noche. Juntamos dinero haciendo una colecta entre la basca para traer suministros y al día siguiente Baby y yo nos subimos al seiscientos de Ángel en dirección Salamanca. Era verano, íbamos con las ventanillas bajadas disfrutando de la brisa, en el radiocasete Credence a toda pastilla, una banda viajera cruzando el país. Desde las minas de carbón de Mieres a la soleada meseta castellana, como Bobby McGee. Con el pelo largo y brillante al viento y vestidos de uniforme, camiseta y pantalón y cazadora vaqueras, con toques distintivos. Yo usaba pañuelo tibetano y camperas, un pin de Haz el amor y no la guerra. Baby calzaba sandalias de fraile y gafas de sol estilo Lennon y mucha flor y mucho color a lo Janis Joplin.

Ulises, el camello, no puede haber mejor nombre para un agente de viajes, era un joven moreno de melena negra rizada eternamente alterado y nervioso que regentaba una librería contracultural en la zona vieja, Utopía. Cuando entramos había bastante gente del rollo pululando, él ya sabía que hacíamos allí, pero no nos atendió, así que curioseamos. La librería era para quedarse a vivir, tenía todo de la editorial Star, de Júcar, también cómics de importación y revistas underground como RAW, fanzines, estuve mirando fascinado un libro que reproducía los fotogramas de Saló o los 120 días de Sodoma, la película proscrita de Pasolini, Ulises guardaba los tripis entre las hojas de Los vagabundos del dharma, El lobo estepario y otras novelas en un anaquel detrás del mostrador. Venían en tiras de diez pequeñas lentejas verdosas pegadas con celofán. Me llegan de Amsterdam una vez al mes, nos contó, sin problemas. Compramos veinte, dos tiras. Una gente que conocimos allí mismo iba a viajar también y nos invitaron a su casa a fumar algo de yerba mientras subía. Baby y yo tomamos medio cada uno y nos sentamos sobre unos cojines de seda y terciopelo en el suelo, charlando y escuchando a los Doors. Sonaba The End cuando empezó a hacer efecto; primero la garganta se tamiza como embadurnada de aceite metálico, las pupilas crecen, la mirada se desenfoca y enseguida vienen las alucinaciones. Jim Morrison recitaba “Es el final, querido amigo, mi único amigo”, y un flash de colores inundaba la pared de enfrente y un millón de hormigas reptaba por el suelo. Hay que salir de aquí; cogí a Baby de la mano y nos fuimos pitando. En la calle la cosa se calmó un poco. Caminamos hacia las afueras para alejarnos del bullicio, cruzamos un puente; cerca del río había unas atracciones de feria, una fiesta. Subimos al tiovivo, una cabalgada espasmódica, supongo que la gente nos miraría como a unos extraterrestres recién llegados a la tierra, con nuestra cara de alucinados, una mueca, quizás una sonrisa en la boca, en paz con el mundo, conectados con la madre naturaleza, con el cerebro girando a cien mil kilómetros por hora, la velocidad de traslación de la tierra, así que en comparación los caballitos estaban quietos. Éramos niños alterados y felices, nos bajamos levitando aunque en algún momento el mal rollo de los seres humanos que había por allí nos alcanzó. Sus rostros se deshacían como arcilla, se les cayó la máscara y se volvieron amenazantes reptiles, serpientes, grifos, dragones.

A orillas del río había una arboleda y un negocio de patinetes de agua. El tipo que llevaba el puesto nos miraba raro pero conseguimos alquilar una y nos metimos en el Tormes pedaleando. Es un río grande, ancho, enorme, cuando llegamos mas o menos al centro dejamos de pedalear y nos sumergimos en el atardecer, en el sonido del agua, el sol, los pájaros trinando, todo invitaba a la relajación. Fue entonces cuando Baby metió la mano en el agua y empezó a bailar con ella, dejándose caer hacia atrás, contoneándose. Se bajó de la silla, se acostó a lo largo del flotador del patín mientras introducía el brazo cada vez más profundamente en el río, quería dejarse caer e irse flotando como un tronco hasta donde la corriente la llevase. Mascullaba entre dientes y a pesar de que yo también volaba me entró el pánico, me puse a su lado, la agarré del brazo para que no se cayera, sobreponiéndome a mi mente acelerada le hablé con tranquilidad, sin soltarla. De repente el río ya no era un mar en calma un caluroso día de verano, se había convertido en un lugar tenebroso, no se que veía ella, yo veía un abismo oscuro del que no se volvía y no dejaba de pensar que algún dios del río quería llevarse a Baby con él, arrastrarla a las profundidades.. Pasó bastante rato y debió de ser mucho porque habíamos pagado una hora y gente en la orilla nos agitaba las manos mandándonos volver. Yo no podía pedalear sin soltar del brazo a Baby, así que vinieron a buscarnos y nos remolcaron. Pasé tanto miedo que casi me había bajado el colocón cuando pisamos tierra firme. Ella no era muy consciente de que había estado a unos milímetros de ahogarse en aquel rio caudaloso, creo.

Volvimos a la ciudad por el mismo puente, el sol del ocaso brillaba desaforado, un enorme foco que te atraía irresistiblemente se puso a girar dibujando una espiral de trazos negros que iba y venía jugando conmigo como si fuese un yoyó.

Los viajes psicodélicos son particulares, exclusivos, una experiencia unipersonal, Baby y yo íbamos agarrados de la mano pero cada uno en su galaxia, no suele haber viajes compartidos. A veces una misma vibración si puede conectar a varios psiconautas: una música, la luz que entra por una vidriera policromada.

En la plaza Mayor comimos un helado tridimensional, al sabor, un néctar delicioso se le unía el ruido, porque los sonidos se intensifican tanto que una lamida al helado sonaba como lija sobre madera, una hoja que cae de un árbol y rebota en la yerba es una bomba en medio del océano. Todos los sentidos se multiplican y hay tanto que sentir que agobia un poco y más entre tanta gente paseando.

Volvimos a la zona vieja, a un pub en un sótano en el que bullía la vida nocturna y se mezclaban hippies de melenas lisas con traficantes y yonquis, gánsteres de traje a rayas y corbata negra, travestis de faldas tejanas con abertura hasta la cintura y tacones de aguja, músicos de jazz, bajistas, baterías y otra fauna no convencional. Todos en ácido, buscadores de emociones abriendo a patadas las puertas de la percepción. Bebiendo zumos, cualquier conversación se volvía inconexa en segundos. Sonaba Time de Pink Floyd: Corres para alcanzar el sol, pero se está hundiendo. Parecía un resumen del viaje.

Al día siguiente regresamos a Asturias. Nunca hablamos de lo que pasó, no se si recordaba algo de aquella travesía azarosa. Un año mas tarde, Baby se ahogó en un río de Lérida delante de su hermana Sol, habían ido a cosechar manzanas.