Netflix Vs HBO

¿Se puede diferenciar entre los medios de comunicación de masas como instrumentos de información y diversión y como medios de manipulación y adoctrinamiento?

Herbert Marcuse

Según un informe de Barlovento Comunicación con datos de Kantar media, los niños españoles entre cuatro y doce años pasan una media de dos horas y treinta y ocho minutos diarios viendo la televisión, educándose con la televisión, creciendo con ella, extrayendo sus conclusiones y construyendo una parte de su memoria sentimental. Quince minutos más que hace diez años y aumentando. Casi las mismas horas que pasan en el colegio. Y la televisión no es inocente, no es solo un negocio alrededor de la publicidad, tiene ideología. Ideología capitalista, claro. Por eso promueve valores como la competitividad o el consumismo a la vez que es condescendiente con el sistema de clases sociales, con la desigualdad o la pobreza. No animará a los niños a pensar que otra manera de organizar el mundo y las relaciones sea posible, no les incitará a la transgresión ni a la crítica. De niños que ven veinte o treinta horas de tele a la semana difícilmente surgirán adultos inconformistas.

Crecerán sumisos y dóciles, que también verán la caja tonta varias horas al día, que se informarán y se divertirán con ella y seguirán cayendo en la trampa de una vida conformista, trabajo de nueve a cinco, coche, boda de blanco, hipoteca a cincuenta años, impuestos y planes de pensiones. Adultos satisfechos en su celda de la colmena y en su rutina productiva. Para ellos y ellas, hace unos meses que desembarcó en España Netflix, la plataforma de contenidos audiovisuales (series y películas) con 80 millones de abonados en todo el mundo.

Examinemos la premiada Stranger Things. La historia va de un monstruo que secuestra críos. El hombre del saco. El viejo cuento con el que se ha asustado a los chiquillos desde que se descubrió el fuego y se quiso evitar que vagabundearan en la oscuridad y acabaran como tentempié de las alimañas. Lo decía muy bien Leon Felipe: Que la cuna del hombre la mecen con cuentos, que los huesos del hombre los entierran con cuentos y que el miedo del hombre ha inventado todos los cuentos. Y yo, como él, se todos los cuentos.

El guión, por hacerlo más asequible a todo tipo de público, no solo infantil, se adorna con un experimento secreto de un oscuro organismo gubernamental –ficticio–, un sheriff traumatizado por una tragedia familiar adicto a la Oxicodona que por supuesto se redime de sus pecados y la pandilla de niños protagonistas. Una serie amable, no muy compleja, no te da arcadas, como mucho da sustitos, no te obliga a pensar, solo odiar a los malos –porque son malos– y querer que ganen los buenos; el sheriff y los chicos. Si fuera mal pensado juraría que dirigen al espectador desde el primer momento para que sepa que sentir y de parte de quien se tiene que poner. Adocenamiento en vena. Nadie cuestiona el sistema, no se aborda ningún tema controvertido, no se discute el statu quo. Técnicamente, son productos impecables, imagen de alta definición, localizaciones, vestuario, ambientación. Aunque le falta verosimilitud y le sobran estereotipos. Como la familia de Winona Rider, la excepción que confirma la regla de la bondad de la vida de clase media; una pobre divorciada que vive al margen, desorganizada, una madre coraje que alimenta a sus polluelos pluriempleada en varios trabajos sin cualificar mientras su ex-marido y padre de sus hijos vive vida de golfo. Y que también se salva, alcanzando el cielo de la aceptación social.

Visualmente es un homenaje al cine de los 80, a los Goonies, a Poltergeist, a Steven Spielberg, a la nostalgia. Un terreno pantanoso en el que Netflix chapotea con soltura. Parecen haber buscado conscientemente un público adulto en la zona entre los cuarenta y los cincuenta, despertando su memoria infantil, el cine y los cómics que consumieron en su niñez y adolescencia, superheroes de Marvel: Daredevil, Powerman, Puño de hierro, Jessica Jones ahora en la caja tonta para compartir con sus hijos pequeños.

Al ser una serie para todos los públicos, se puede entender que no haya escenas de sexo. Se entiende que el sexo, natural y consustancial al hombre como animal se ha convertido en algo sucio y escabroso tras pasar por las represoras mentes de la religión, que envuelven sus propios tabús en palabrería pseudoeducativa: que si podría ser perjudicial para los cerebros en formación, que si ya llegará el momento…

La violencia, en cambio, si está permitida, no parece haber teorías pedagógicas que juzguen peligrosas las escenas explícitas de asesinatos a sangre fría para mentes en formación. Cierto que la violencia también es una condición del hombre, del buen salvaje, no así las armas sofisticadas. Las armas son el producto más infame y el negocio mas sucio y obsceno de todos los que mueven el mundo, pero los señores de la guerra no cuentan las bajas, cuentan los dólares. Dolares para invertir en propaganda.

Narcos es, hasta ahora, la joya de la corona de Netflix, su mayor éxito. Tras ver sus dos temporadas, te queda la irritante sensación de que te han contado lo que les ha dado la gana obviando la verdad por el camino. La trama se centra en la caza de Pablo Escobar por el ejercito colombiano –corrupto– con la ayuda –crucial y bienintencionada– de agentes de la DEA insobornables. Los norteamericanos asisten a esa guerra civil como si no fuera con ellos, como si no fueran sus consumidores los que inundaron de dólares Medellín y sus bancos las lavanderías que lo blanqueaban. Como si la DEA y la CIA no fueran los principales instigadores y financiadores de los escuadrones de la muerte en toda Sudamérica, como si esas agencias respetaran la soberanía ni las fronteras. No tienen empacho en mostrarnos unas estructuras de poder viciadas en Colombia, un gobierno inmoral aliado con paramilitares con tal de destruir al forajido de forajidos. No te cuentan las viles maniobras de sus servicios secretos, no harán una serie con el caso de Oliver North y su venta de armas a Iran para financiar a la Contra nicaragüense, ni sobre su papel en el golpe de estado chileno. Van y te cuentan que en Colombia integridad es una palabra desconocida . Sin embargo, si los gringos se saltan leyes es a nivel individual, un policía vengativo transformado en el llanero solitario, el superheroe que hace lo que hay que hacer sin involucrar a sus jefes ni a sus estructuras de poder. Por ahí dejan aparecer algún agente de inteligencia que se mueve entre las sombras, insinúan que confraterniza con narcotraficantes, pero solo para acabar con ellos y su corrupto negocio. Bullshit.

Frente al lado luminoso de la calle donde Netflix nos salva del MAL, justo en la otra acera, en el callejón oscuro sin escapatoria, donde no da el sol, vive HBO. Una plataforma que al igual que Netflix produce y emite series y películas, propias o de otras productoras. Sin embargo, HBO no nos sirve la comida hecha puré, fácil de tragar, te obliga a masticar y hacer la digestión, te hará remover incomodo en el sofá, te inquietará. Contra la mediocridad y el relato acomodaticio de Netflix, HBO te despereza, te da un masaje enérgico que menea y retuerce nuestros huesos dejándolos doloridos pero atentos y vigilantes contra la manipulación. David Simon, un antiguo periodista de Baltimore ha facturado varias de las mas realistas series que hayamos visto hasta hoy. Como escritor había publicado un libro sobre los barrios de la droga, sobre la vida de camellos, drogotas y policías en los barrios negros de Baltimore titulado The Corner: A year in the Life of an Inner-City. Baltimore está considerada la capital de la heroína en EEUU. Según la agencia antidroga, la ciudad cuenta con 60.000 adictos a las drogas en una población de 655.000 habitantes, 40.000 de ellos heroinómanos. Sobre su libro y rodada en falso documental facturó su primera serie de cinco capítulos, The Corner. Una serie que hace visibles los estragos de la prohibición de la droga. En la que se palpa el dolor y la desesperanza de los parias, que saben que solo abandonarán esa cárcel sin barrotes con los pies por delante.

Sobre la base de The Corner y con los mismos actores, filmó a continuación The Wire, unánimemente considerada por la crítica la mejor serie de la historia. Ya no es solo una mirada compasiva a las esquinas donde los yonkis afilan sus agujas, es una disección a corazón abierto de la política, la educación, los sindicatos portuarios y el periodismo en una ciudad descompuesta por el paro, la pobreza y el racismo. Un retrato de la vida social en los suburbios de Baltimore en el que nadie sale guapo ni indemne; los periodistas mienten, los políticos roban y manipulan, los educadores intentan que los niños vayan cada día a la escuela y no acaben vendiendo droga. Y el dinero de la heroína corrompiendo lo todo. No es una historia plana, de lectura fácil como Narcos sobre las desventuras del bueno para atrapar al malo. En The Wire no hay buenos y malos, estupas y camellos atraviesan cada día esa frontera ficticia que separa el bien del mal, comparten un ecosistema y respiran el mismo aire emponzoñado. No son el capitán América, estos son polis reales, no están ahí para cuidar de ti, no son ángeles de la guarda abiertos veinticuatro horas. Son trabajadores mal pagados, puteados y apremiados por su superiores a resolver un tanto por ciento de delitos, el modo no importa, porque el alcalde quiere renovar mandato y necesita mejores números en las portadas de los periódicos. Y por supuesto hay sexo, es una de las monedas circulantes y en vigor.

Y te lo puedes creer todo. Al contrario que en Narcos, en la que alrededor del tráfico internacional de cocaína te ofrecen una serie de aventuras, en la que los polis se sitúan por encima del demonio, Pablo Escobar, porque el fin justifica los medios. Y Escobar es el demonio, el golem.

En resumen, con una serie Netflix no te costará entrecerrar los ojos y dejarte llevar por la modorra, casi nada de lo que cuenta se parece a la realidad ni de lejos. Al contrario que HBO. En The night of, el bisturí entra en el sistema judicial y penal de EEUU. Y lo que aparece debajo apesta, está podrido, sostenido por la rutina y el desprecio a la justicia. En Show me a hero, un titulo que recoge la primera parte del dicho del escritor Francis Scott Fitzgerald que reza: Muéstrame un héroe y te escribiré una tragedia, David Simon nos lleva de viaje por el clasismo y el racismo, sobre la base de un conflicto de viviendas sociales en el Yonkers de los 70 y la tragedia de su alcalde, Jerry Wasicsko.

A nosotros nos toca elegir, si queremos que el cine y la televisión nos sigan ayudando a cuestionar el mundo, a encontrar el rayo de luz en la espesura, a distinguir algo parecido a la verdad en el laberinto de confusión informada en el que vivimos, o si compramos la versión domesticada, esa que dice que el mundo está bien como está y que en lugar de quejarte debes entrar en el juego y apostar por el sistema, trabajar duro y de noche reclinarte en el sofá y disfrutar de una aventura que no te complique la vida. Escoge.

 

.