Get back The Beatles.

Es mil novecientos sesenta y nueve y en la España de sacristía y procesión, los niños de doce años no teníamos muchas diversiones. Se nos había pasado la edad de los columpios y el pio campo, habíamos leído todos los Tintin y Asterix de la biblioteca e implorabamos unos pantalones largos avergonzados de llevar las rodillas al aire por la calle. A ser posible unos tejanos. Cuando llovía, y a nuestra niñez le llovió mucho y de todo, las opciones eran dos: La OJE, organización juvenil española; una especie de milicia fascista para niños que organizaba campamentos y en cuyo local se podía jugar al ping pong. Aquel verano iniciático fui a un campamento en León pensando que sería divertido, pero no lo era tanto. Primera y ultima vez. Me juré que no volvería. Y que a ser posible nunca vestiría uniforme. Ni obedecería ordenes. Tampoco volví a pisar el local. La segunda opción eran Los Electrónicos, un salón recreativo grande como un campo de futbol con suelo de linoleo que había sido bar y sala de baile en la posguerra. Tenían Petacos, billares, futbolines y arrimado a una pared del fondo una juke-box, la máquina de discos. Dos canciones, un duro. Ese año había salido un single de los Beatles con Get Back y Don’t let me down en la cara B. Si podía la ponía dos, tres veces seguidas, cuatro. El riff del principio y los punteos, el estribillo, me encantaba. Aun sin entender nada de lo que decían. Parecían nombrar Arizona en algun momento, California también, pero al menos podíamos repetir el pegadizo get back, get back…y get back, para de contar. Nuestro segundo idioma era el francés. Nos habían preparado para Aznavour y Brassens, no para los Beatles o Dylan. La pérfida Albión nos debía un Peñon de Gibraltar, de ahí la inquina.

Cuando salió la colección de Los Juglares de Editorial Júcar empezamos a enterarnos de lo que decían las canciones en inglés. Letras de Bob Dylan traducidas por Jesus Ordovas y Mariano Antolin Rato. Las de Beatles de Alain Dister, Pink Floid de Jean Marie Leduc, Jim Morrison…todo lo que caía en nuestras manos. También en revistas, recuerdo las impactantes letras de Lou Reed en un artículo de Star.

Un poco antes de esos avatares, en enero del mismo año, 1969, los Beatles se reunen durante un mes con dos objetivos: componer canciones para un nuevo LP y actuar en directo en un programa de televisión. Paralelamente Apple Records, su compañía de discos, encarga la filmación de los ensayos que podría desembocar en una película al estilo de Help o A Hard’s day night. De ese rollo, más de ochenta horas, Peter Jackson entresaca casi ocho de documental dividido en tres partes: Get Back, The Beatles.

Si consigues superar la primera media hora de tediosos ensayos de Don’t let me down y te vas sumergiendo en la película llega un momento en el que crees estar allí mismo, asistiendo a la descomposición del grupo de pop-rock más famoso del siglo XX. Los cuatro de Liverpool, Paul, John, George y Ringo se habían distanciado tras volver de la India, de su viaje en busca de la sabiduría del Maharishi Mahesh Yoga. Cuando se reunen parecen músicos profesionales que tienen que resolver un ultimo contrato antes de tomar caminos diferentes. Lennon y McCartney siguen llevando la voz cantante. Y compositora. De hecho George Harrison, que también compone, se siente ninguneado y los abandona enfadado durante varios días. Ringo, muy reservado, apenas habla y parece conforme con la situación.

Mi atención se va sin querer a una figura estrafalaria, fuera de lugar. Como cuando estás invitado en una casa y todo es anodino hasta que descubres en una repisa una figura grotesca que no debería estar ahí, un esbozo de Goya entre acuarelas campestres y ya no puedes despegar la mirada de ella. Es Yoko Ono, una presencia enlutada a veces, de blanco inmaculado otras, contrapunto a los coloridos ropajes de George y Ringo. Paul y John son más circunspectos. No entiendo que pinta entre unos músicos trabajando, pero ahí está, quieta y callada por el momento. Me recuerda al cuervo de Poe revoloteando por la habitación.

Tocan, componen, beben té y vino y fuman John Player’s. Sin remordimientos. Entonces las cajetillas eran atractivas, no incluían evocadoras imagenes de enfísemas, EPOC y pulmones marchitos. También se toman algún estimulante. Mel, el road manager, es el conseguidor, lo que le pidan. Aparte de anfetas, lo que sea; un yunque y un martillo, un ukelele, Mel se encarga.

Los días se van tachando en el calendario, las canciones no aparecen de la nada y se empiezan a caer los planes. El disco sigue adelante; el programa de televisión no. Quizás un concierto al aire libre.

A John y Yoko no les gusta madrugar, algunos días llegan para el almuerzo. Quien siempre llega el primero, fresco como un pimpollo, es Ringo, un profesional. Y Paul, el boss.

Ensayan una y otra vez Get Back y I’ve got a feeling. En un momento dado se dan cuenta de que necesitarían un pianista y piensan en Nicky Hopkins, que ha tocado con los Stones y que en un futuro colaborará con John Lennon en Imagine y Jealous guy. Pero la casualidad hace que Billy Preston, con quien habían coincidido en Hamburgo cuando giraba con Little Richard, de paso en Londres, se presenta de visita. Lo cazan al vuelo. Para entonces han cambiado la nave industrial en la que habían estado trabajando por el estudio de Apple. Billy y su eterna sonrisa se suman al último disco de los Beatles, que saldrá de las grabaciones registradas estos días.

Por el estudio pulula una multitud de gente: productores, ingenieros de sonido, novias, managers, Billy Preston, George Martin, Glyn Johns, Alan Parsons, Mike, hermano de Paul, los Hare Krisna le mandan flores a George, solo falta el Maharishi con una pandereta. Yoko se ha animado a aullar (o maullar) y hay una chiquilla muy despierta que se ha quedado con la copla; es Heather, hija de Linda Eastman que más tarde pasó a ser Linda McCarthy. En un momento de distensión la pequeña Heather coge un micro y muy resuelta dice: voy a imitar a Yoko, lanzando un chillido penetrante y sostenido. Tuvo que ser una niña quien se atreviera.

Descartadas todas las opciones, deciden terminar la aventura en la azotea del edificio de Apple. Será el último concierto de los Beatles. No volverán a juntarse nunca más. Sin pedir permisos, sabiendo que no se lo darán, optan por la insumisión, una última gamberrada y si hay que pagar una multa por desordenes públicos se paga.

El treinta de enero de mil novecientos sesenta y nueve, a mediodía, los Beatles y Billy Preston, al que el montaje final del documental esconde, arrancan con Get Back. De los edificios contiguos sube gente a las terrazas a ver que está pasando. Por la calle la gente se detiene a escuchar. No falta la llamada a Scotland Yard de algun vecino escandalizado. Y la policía se presenta a mandar parar la fiesta. Da tiempo a tocar Don´t let me down, I’ve got a feeling, Dig a pony y One after 909.

Acabó una historia y empezó otra, trágica para alguno de ellos.