Netflix Vs HBO

¿Se puede diferenciar entre los medios de comunicación de masas como instrumentos de información y diversión y como medios de manipulación y adoctrinamiento?

Herbert Marcuse

Según un informe de Barlovento Comunicación con datos de Kantar media, los niños españoles entre cuatro y doce años pasan una media de dos horas y treinta y ocho minutos diarios viendo la televisión, educándose con la televisión, creciendo con ella, extrayendo sus conclusiones y construyendo una parte de su memoria sentimental. Quince minutos más que hace diez años y aumentando. Casi las mismas horas que pasan en el colegio. Y la televisión no es inocente, no es solo un negocio alrededor de la publicidad, tiene ideología. Ideología capitalista, claro. Por eso promueve valores como la competitividad o el consumismo a la vez que es condescendiente con el sistema de clases sociales, con la desigualdad o la pobreza. No animará a los niños a pensar que otra manera de organizar el mundo y las relaciones sea posible, no les incitará a la transgresión ni a la crítica. De niños que ven veinte o treinta horas de tele a la semana difícilmente surgirán adultos inconformistas.

Crecerán sumisos y dóciles, que también verán la caja tonta varias horas al día, que se informarán y se divertirán con ella y seguirán cayendo en la trampa de una vida conformista, trabajo de nueve a cinco, coche, boda de blanco, hipoteca a cincuenta años, impuestos y planes de pensiones. Adultos satisfechos en su celda de la colmena y en su rutina productiva. Para ellos y ellas, hace unos meses que desembarcó en España Netflix, la plataforma de contenidos audiovisuales (series y películas) con 80 millones de abonados en todo el mundo.

Examinemos la premiada Stranger Things. La historia va de un monstruo que secuestra críos. El hombre del saco. El viejo cuento con el que se ha asustado a los chiquillos desde que se descubrió el fuego y se quiso evitar que vagabundearan en la oscuridad y acabaran como tentempié de las alimañas. Lo decía muy bien Leon Felipe: Que la cuna del hombre la mecen con cuentos, que los huesos del hombre los entierran con cuentos y que el miedo del hombre ha inventado todos los cuentos. Y yo, como él, se todos los cuentos.

El guión, por hacerlo más asequible a todo tipo de público, no solo infantil, se adorna con un experimento secreto de un oscuro organismo gubernamental –ficticio–, un sheriff traumatizado por una tragedia familiar adicto a la Oxicodona que por supuesto se redime de sus pecados y la pandilla de niños protagonistas. Una serie amable, no muy compleja, no te da arcadas, como mucho da sustitos, no te obliga a pensar, solo odiar a los malos –porque son malos– y querer que ganen los buenos; el sheriff y los chicos. Si fuera mal pensado juraría que dirigen al espectador desde el primer momento para que sepa que sentir y de parte de quien se tiene que poner. Adocenamiento en vena. Nadie cuestiona el sistema, no se aborda ningún tema controvertido, no se discute el statu quo. Técnicamente, son productos impecables, imagen de alta definición, localizaciones, vestuario, ambientación. Aunque le falta verosimilitud y le sobran estereotipos. Como la familia de Winona Rider, la excepción que confirma la regla de la bondad de la vida de clase media; una pobre divorciada que vive al margen, desorganizada, una madre coraje que alimenta a sus polluelos pluriempleada en varios trabajos sin cualificar mientras su ex-marido y padre de sus hijos vive vida de golfo. Y que también se salva, alcanzando el cielo de la aceptación social.

Visualmente es un homenaje al cine de los 80, a los Goonies, a Poltergeist, a Steven Spielberg, a la nostalgia. Un terreno pantanoso en el que Netflix chapotea con soltura. Parecen haber buscado conscientemente un público adulto en la zona entre los cuarenta y los cincuenta, despertando su memoria infantil, el cine y los cómics que consumieron en su niñez y adolescencia, superheroes de Marvel: Daredevil, Powerman, Puño de hierro, Jessica Jones ahora en la caja tonta para compartir con sus hijos pequeños.

Al ser una serie para todos los públicos, se puede entender que no haya escenas de sexo. Se entiende que el sexo, natural y consustancial al hombre como animal se ha convertido en algo sucio y escabroso tras pasar por las represoras mentes de la religión, que envuelven sus propios tabús en palabrería pseudoeducativa: que si podría ser perjudicial para los cerebros en formación, que si ya llegará el momento…

La violencia, en cambio, si está permitida, no parece haber teorías pedagógicas que juzguen peligrosas las escenas explícitas de asesinatos a sangre fría para mentes en formación. Cierto que la violencia también es una condición del hombre, del buen salvaje, no así las armas sofisticadas. Las armas son el producto más infame y el negocio mas sucio y obsceno de todos los que mueven el mundo, pero los señores de la guerra no cuentan las bajas, cuentan los dólares. Dolares para invertir en propaganda.

Narcos es, hasta ahora, la joya de la corona de Netflix, su mayor éxito. Tras ver sus dos temporadas, te queda la irritante sensación de que te han contado lo que les ha dado la gana obviando la verdad por el camino. La trama se centra en la caza de Pablo Escobar por el ejercito colombiano –corrupto– con la ayuda –crucial y bienintencionada– de agentes de la DEA insobornables. Los norteamericanos asisten a esa guerra civil como si no fuera con ellos, como si no fueran sus consumidores los que inundaron de dólares Medellín y sus bancos las lavanderías que lo blanqueaban. Como si la DEA y la CIA no fueran los principales instigadores y financiadores de los escuadrones de la muerte en toda Sudamérica, como si esas agencias respetaran la soberanía ni las fronteras. No tienen empacho en mostrarnos unas estructuras de poder viciadas en Colombia, un gobierno inmoral aliado con paramilitares con tal de destruir al forajido de forajidos. No te cuentan las viles maniobras de sus servicios secretos, no harán una serie con el caso de Oliver North y su venta de armas a Iran para financiar a la Contra nicaragüense, ni sobre su papel en el golpe de estado chileno. Van y te cuentan que en Colombia integridad es una palabra desconocida . Sin embargo, si los gringos se saltan leyes es a nivel individual, un policía vengativo transformado en el llanero solitario, el superheroe que hace lo que hay que hacer sin involucrar a sus jefes ni a sus estructuras de poder. Por ahí dejan aparecer algún agente de inteligencia que se mueve entre las sombras, insinúan que confraterniza con narcotraficantes, pero solo para acabar con ellos y su corrupto negocio. Bullshit.

Frente al lado luminoso de la calle donde Netflix nos salva del MAL, justo en la otra acera, en el callejón oscuro sin escapatoria, donde no da el sol, vive HBO. Una plataforma que al igual que Netflix produce y emite series y películas, propias o de otras productoras. Sin embargo, HBO no nos sirve la comida hecha puré, fácil de tragar, te obliga a masticar y hacer la digestión, te hará remover incomodo en el sofá, te inquietará. Contra la mediocridad y el relato acomodaticio de Netflix, HBO te despereza, te da un masaje enérgico que menea y retuerce nuestros huesos dejándolos doloridos pero atentos y vigilantes contra la manipulación. David Simon, un antiguo periodista de Baltimore ha facturado varias de las mas realistas series que hayamos visto hasta hoy. Como escritor había publicado un libro sobre los barrios de la droga, sobre la vida de camellos, drogotas y policías en los barrios negros de Baltimore titulado The Corner: A year in the Life of an Inner-City. Baltimore está considerada la capital de la heroína en EEUU. Según la agencia antidroga, la ciudad cuenta con 60.000 adictos a las drogas en una población de 655.000 habitantes, 40.000 de ellos heroinómanos. Sobre su libro y rodada en falso documental facturó su primera serie de cinco capítulos, The Corner. Una serie que hace visibles los estragos de la prohibición de la droga. En la que se palpa el dolor y la desesperanza de los parias, que saben que solo abandonarán esa cárcel sin barrotes con los pies por delante.

Sobre la base de The Corner y con los mismos actores, filmó a continuación The Wire, unánimemente considerada por la crítica la mejor serie de la historia. Ya no es solo una mirada compasiva a las esquinas donde los yonkis afilan sus agujas, es una disección a corazón abierto de la política, la educación, los sindicatos portuarios y el periodismo en una ciudad descompuesta por el paro, la pobreza y el racismo. Un retrato de la vida social en los suburbios de Baltimore en el que nadie sale guapo ni indemne; los periodistas mienten, los políticos roban y manipulan, los educadores intentan que los niños vayan cada día a la escuela y no acaben vendiendo droga. Y el dinero de la heroína corrompiendo lo todo. No es una historia plana, de lectura fácil como Narcos sobre las desventuras del bueno para atrapar al malo. En The Wire no hay buenos y malos, estupas y camellos atraviesan cada día esa frontera ficticia que separa el bien del mal, comparten un ecosistema y respiran el mismo aire emponzoñado. No son el capitán América, estos son polis reales, no están ahí para cuidar de ti, no son ángeles de la guarda abiertos veinticuatro horas. Son trabajadores mal pagados, puteados y apremiados por su superiores a resolver un tanto por ciento de delitos, el modo no importa, porque el alcalde quiere renovar mandato y necesita mejores números en las portadas de los periódicos. Y por supuesto hay sexo, es una de las monedas circulantes y en vigor.

Y te lo puedes creer todo. Al contrario que en Narcos, en la que alrededor del tráfico internacional de cocaína te ofrecen una serie de aventuras, en la que los polis se sitúan por encima del demonio, Pablo Escobar, porque el fin justifica los medios. Y Escobar es el demonio, el golem.

En resumen, con una serie Netflix no te costará entrecerrar los ojos y dejarte llevar por la modorra, casi nada de lo que cuenta se parece a la realidad ni de lejos. Al contrario que HBO. En The night of, el bisturí entra en el sistema judicial y penal de EEUU. Y lo que aparece debajo apesta, está podrido, sostenido por la rutina y el desprecio a la justicia. En Show me a hero, un titulo que recoge la primera parte del dicho del escritor Francis Scott Fitzgerald que reza: Muéstrame un héroe y te escribiré una tragedia, David Simon nos lleva de viaje por el clasismo y el racismo, sobre la base de un conflicto de viviendas sociales en el Yonkers de los 70 y la tragedia de su alcalde, Jerry Wasicsko.

A nosotros nos toca elegir, si queremos que el cine y la televisión nos sigan ayudando a cuestionar el mundo, a encontrar el rayo de luz en la espesura, a distinguir algo parecido a la verdad en el laberinto de confusión informada en el que vivimos, o si compramos la versión domesticada, esa que dice que el mundo está bien como está y que en lugar de quejarte debes entrar en el juego y apostar por el sistema, trabajar duro y de noche reclinarte en el sofá y disfrutar de una aventura que no te complique la vida. Escoge.

 

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La noche de autos (The Night Of)

“Las leyes son como las telas de araña, a través de las cuales pasan libremente las moscas grandes y quedan enredadas las pequeñas.” Honoré de Balzac

Dijo un juez a otro: Se justo, pero si no puedes ser justo, se arbitrario. Esta frase no es de Roy Bean, el juez de la horca, que probablemente la ratificaría, si no de William Borroughs, que también sufrió el peso, leve en su caso, de la ley. Leve porque era hombre de familia ilustre y millonaria y yo creo firmemente que la justicia fue concebida para proteger a los ricos y poderosos y la ley para castigar a los pobres y los parias. No es ninguna idea original ni aventurada. Ya Platón sostenía que «la justicia no es otra cosa que la conveniencia del más fuerte.”

Estos preámbulos son para dejar claro -si no lo hizo el título- que estamos ante otro court show o court room show, al que tan aficionados son los estadounidenses. En cine y televisión, llevan décadas facturando productos con juicios, jurados, culpables y no culpables. Desde Doce hombres sin piedad a Ironside nos han dibujado cientos de abogados sin escrúpulos, decenas de jueces corruptos, miles de alegatos y discursos finales, nos han ido educando en la justicia anglosajona. Claro que el tema del jurado da más juego que en el derecho romano, en el que un solo tipo, el juez, acapara todo el poder sancionador.

¿Que novedad puede aportar uno más sin que bostezemos al oír otra vez con la venia señoria? Primero que es un producto de HBO, lo cual implica una calidad en el guión y la producción superiores a la media. También podemos esperar que nos tome por espectadores adultos que no se chupan el dedo y no nos lancen mensajes maniqueos ni simplistas sobre donde está el bien y donde está el mal.  Podemos esperar excelentes actores que se trabajen el personaje con profesionalidad. Y si, tiene todo eso y además, con la suficiente seguridad en si mismos como para no convertirlo en un procedimental policial o jurídico sembrando pistas sobre la culpabilidad o inocencia del acusado. Ni siquiera es lo más importante. En realidad la base del argumento es EL SISTEMA, no un crimen cualquiera. No me voy a extender en contaros la trama. Un universitario de origen pakistaní coge prestado el taxi de su padre para asistir a una fiesta a la que nunca llega. Al día siguiente va camino del penal de la Isla de Riker acusado de un homicidio y sin dinero ni contactos ve su futuro en manos de un picapleitos que busca clientes en los calabozos y las urgencias de los hospitales. John Stone, interpretado por John Turturro (inicialmente iba a ser James Gandolfini que había rodado el piloto cuando falleció). Y por si fuera poco el peso de las estructuras del poder encima de Nasir Khan (Riz Ahmed) y su familia sin recursos, tendrá que aprender a sobrevivir en el micromundo carcelario, una selva en la que comes o te comen, donde o eres el depredador o el depredado, imposible mantenerse al margen.

HBO no se anda con remilgos y nos factura una dosis de realidad brutal y despiadada como lo es un sistema capitalista pluscuamperfecto en el que Dios es el dinero y la pobreza el infierno. No hay otra religión. El primer capitulo se hace un poco largo pero tiene la excusa de presentar la historia con precisión de cirujano. La tensión se mantiene hasta el final y ni siquiera este te dejará conforme. Durante los ocho capítulos sentirás desazón y náuseas mientras te cuestionas el sistema jurídico, el penal, el policial.

Imprescindible la versión original, escuchar la voz profunda y hastiada de fumadora compulsiva de Helen Weiss (Jeannie Berlin), la fiscal de distrito que lleva el caso y cuya frialdad, displicencia y funcionalidad en su trabajo se hacen patentes cada vez que pronuncia la archifamosa coletilla: «No further questions, your honor». No hay más preguntas señoría.

Narcos (Destruir al golem)

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Partiendo de la base de que Narcos es una serie previsible con un final cantado, si, don Pablo muere, lamento el espoiler ¿soy el único al que la interpretación de Wagner Moura le parece una parodia de Joaquín Reyes? Cuando se pone intenso y tendrías que verle bullir por dentro y con sus emociones tan evidentes como un volcán en erupción, lo que parece es que va a eructar o que tiene un retortijón. Fruncir el ceño como suelen los malos actores cuando el director les pide que muestren una inquietud funciona una vez o dos, pero no todo el rato. En vez de dar miedo -y el Escobar original tenía que dar mucho miedo- da risa. Entre Cantinflas y Salvando al soldado Perez, con acento brasileño. Como será que han optado por insertar imágenes de archivo del auténtico narco colombiano, no sea que nos olvidemos de lo que estamos viendo. Lo de Netflix empieza a resultar sospechoso. De sus producciones se desprende un tufillo a precocinado, a falso. También puede ser mi olfato ultrasensible, pero todos sus productos fallan en lo esencial y aprueban en lo accesorio. Buenas localizaciones, fotografía excelsa, imagen HD, castings, ambientación, elección de temas musicales, ahí sacan un notable, pero los guiones, ay, los guiones, el meollo de una buena historia, cojean más que una mesa en la cuesta’l Cholo. El de Narcos es un híbrido entre «Escobar, el patrón del mal», una telenovela cuya mayor gracia estriba en no enterarte de nada, porque esos actores si que hablan antioqueño, un dialecto imposible para un castellano, y un falso documental, con esa voz en off que dignifica el trabajo sucio de las «agencias» norteamericanas.

En fin, ni como historia ni como ficción. Uno se queda con la sensación de que no te lo cuentan todo. Se centran en la caza de Escobar y los americanos asisten a esa guerra como si no fuera con ellos, como si no fueran sus consumidores los que inundaron de dólares a los carteles de la coca y sus bancos las lavanderías que los blanqueaban, como si George Bush senior no hubiera iniciado la War on drugs, como si la DEA y la CIA no fueran los principales instigadores y financiadores de los escuadrones de la muerte en Colombia y toda Sudamérica, como si respetaran las leyes o la autoridad ajenas y les importara lo más mínimo la muerte de inocentes campesinos, los daños colaterales. Así como no tienen empacho en mostrarnos al gobierno colombiano inmoral y obsceno, aliado con los paramilitares con tal de destruir al monstruo, los americanos si lo hacen es a nivel individual, nunca como estrategia gubernamental. Faltaría más. Un policía vengativo actuando al margen que hace lo que hay que hacer sin involucrar a sus jefes. Todo muy trepidante, de tiroteo en tiroteo hasta la balasera final.

Se obvian todas las aristas de un tema tan espinoso como la subordinación de un país a los intereses políticos de otro -alguna conversación de recepción de embajada y algun interrogatorio del fiscal general, poco conforme con el presidente Gaviria, pero sin profundizar-, una injerencia que nosotros no creo que tolerasemos (no quiero oir ni una risa), para vendernos la historieta del pobre ignorante que se hizo rico con la cocaina y por el camino se convirtió en un gangster más peligroso que Bin Laden, el enemigo público número uno, el golem. Otra serie a mayor gloria de los gringos, como Homeland, que buenos son los hermanos estadounidenses, que buenos son que nos llevan de liberación.

Infierno helador (Trapped)

A la ensenada de un pueblo pesquero islandés llega el ferry de Copenhague. Es febrero y la temperatura oscila entre los cero y los diez grados bajo cero. Las horas de sol en invierno son pocas. En realidad ninguna, tan solo cuatro horas de luz mortecina y el resto es un atardecer deprimente y una noche gélida. No hay rastro de arboles, ni de arbustos, ni de macetas con geranios, lo único que crece en Seyoisfjörour son sabañones y alguna planta de marihuana cultivada a la luz de un flexo en un armario.

En esa naturaleza indómita en la que el sol es un astro que se adivina tras la niebla y las nubes, que debe estar ahí pero que no se atreve a asomar, se levanta una ventisca de nieve que deja a los lugareños aislados y casi paralizados el mismo día que aparece un cadáver flotando en la bahía.

Un cadáver que estalla como una bomba de racimo y desata una hecatombe al rememorar viejos sucesos dormidos pero no cicatrizados que implican a las fuerzas vivas del pueblo. Y para desentrañar tanta maquinación perversa no existen laboratorios con luz fluorescente, probetas y microscopios, ni detectores de ADN ni genios deductivos. Tampoco demasiados sospechosos. Para resolver los crímenes de esta aldea están tres policías locales que suelen emplear su tiempo en rescatar coches atrapados en la nieve o en acompañar a los borrachos desde el bar a sus casas. Andri, el jefe, un gigantón divorciado que duerme en el sofá de sus suegros; Hinrika, una policía analítica de mediana edad sin hijos y Ásgeir, el carcelero, que pasa el tiempo en el cuartelillo resolviendo problemas de ajedrez en su ordenador.

De un modo sibilino, inapreciable, el ambiente opresivo de esa ciudad donde no hay nada que hacer más que pasar horas y horas metido en casa o bebiendo en el bar te va atenazando hasta que te sientes igual de triste que ellos, atrapado en una claustrofobia agobiante. No hay gente feliz, no hay risas, no hay música, hasta los niños parecen desalentados, crueles en su inocencia.

Viendo transcurrir la vida bajo techo en ese lugar de nombre impronunciable, uno se pregunta quien diablos tuvo la idea de establecerse ahí y se entienden mejor las tasas de suicidio en los países nórdicos, aunque Islandia no esté a la cabeza del ranking, con unos veinticinco al año para una población de trescientos mil habitantes. España, por ejemplo, mantiene una media de dieciséis para cuarenta y siete millones. La diferencia es abrumadora. El dato más trágico es el de Groenlandia. En el año 2011 hubo ciento sesenta y dos suicidios consumados en sesenta mil residentes. Da escalofríos pensar que en una ciudad como Avilés se quitara la vida una persona cada dos días. Sería terrorífico.

Tras diez capítulos trepidantes, la tormenta se disipa, el cementerio de esa esquina del mundo en la que no se usan las vocales luce alguna cruz más y los lugareños vuelven a su melancolía y a sus quehaceres entre el hielo. Y uno respira hondo y exhala el aliento para cerciorarse de que aquí cuando nos quejamos del frío no sabemos de lo que hablamos.

AMERICANA (Hap y Leonard)

  • Butch Cassidy: ¿Que le pasó al viejo banco? Era tan bonito…
  • Guardia: La gente lo robaba todo el rato.
  • Butch C.: Un pequeño precio a pagar por la belleza.

Primera escena: 1968. Un Cadillac verde pino rueda a toda velocidad por una carretera secundaria en el sur de los Estados Unidos. Podría ser Florida o Lousiana, pero un cartel en pantalla nos indica Marvel Creek, un condado de Texas. Seguidos de cerca por varios coches de policía con las sirenas ululando, dos ladrones huyen tras un robo en el First National Bank. Suena Up Around The Bend de la Credence Clearwater Revival. Los atracadores toman un desvío, aceleran derrapando por caminos de tierra, despistan a la pasma y finalmente caen y se hunden en un río.

Veinte años después, en Laborde, Texas, dos supervivientes de los 60, dos víctimas de la guerra de Vietnam y el Peace & Love, dos inadaptados que nunca debieran haber sido amigos pero lo son contra viento y marea, se embarcan en una quimera: buscar ese coche y el millón de dolares que llevaba en su interior y que al parecer nunca fue localizado. Michael K. Williams (Omar en The Wire) como Leonard y James Purefoy (el líder espiritual y psicópata de The Following) como Hap, forman la extraña pareja protagonista. No son don Quijote y Sancho Panza, no son Holmes y Watson, tirarían mas a Butch Cassidy y Sundance Kid, dos seductores caraduras con los que se simpatiza instantáneamente.

El sueño americano para dos currantes sin formación es el dólar. El billete verde te dará la felicidad. Y en su busca se aventuran de la mano de un extraño grupo: la rubia ex-esposa de Hap (Christina Hendricks, Joan Holloway en Mad Men), un gurú trasnochado, un Unabomber antisistema y un adicto a causas nobles, a los que por algún motivo persiguen un par de psicópatas que recuerdan a los nihilistas del Gran Lebowski.

Todos los ingredientes para un thriller agitados en la coctelera por Joe R. Lansdale, autor de las novelas pulp origen de la serie. Un true detective sin polis pedantes, sin monólogos de apariencia filosófica, sin tabarras de psicología amateur. Gente que fuma y bebe sin que fumar y beber parezcan una enfermedad. Gente que no arrastra los pies ni carga con el peso de todos los pecados del mundo. Tipos que solo buscan un lugar bajo el sol, un buen polvo de cuando en cuando y una cama cómoda. Comer hoy y no pasar hambre mañana.

Y una historia que promete convertirse en legendaria. Ideal para ser contada en un bar nocturno por un hombre orquesta con armónica, mandolina y bombo rítmico, sombrero de copa con pluma y barba de profeta, una letanía con música y letra de Dylan al estilo de Lily, Rosemary y la J de corazones.

La fiebre del oro y otras perversiones

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Uno puede presumir de cultureta, aunque no le guste el jazz y piense que la sociedad opulenta se está volviendo tan, pero tan cursi que ahora llaman laboratorio a un taller de bicicletas, las casas de comidas son gastrobares y los videos que triunfan en youtube son los de gaticos y perretes haciendo monerías o esos gifs que repiten hasta la saciedad cualquier gracieta. No sería de extrañar que vinieran unos bárbaros y nos invadieran. Porque no hay, que si hubiera una civilización extraterrestre, este sería un buen momento para conquistarnos y condenarnos a picar piedra en Ganímedes. Hay que aparentar. Lo que ahora se llama postureo y antes se llamaba esnobismo. Porqué las mismas actitudes ya conocidas y diagnosticadas cambian de nombre es un misterio, debe ser cosa de los tiempos. Todo sea por el postureo: uno habla solo de series de culto, pelis de culto, grupos de culto, coño, parece que me he convertido a los mormones con tanto culto, yo que odio los dogmas y los catecismos. Se que no soy el único, que es imposible alimentarse solo de series como The Wire, canciones de Bob Dylan, películas de Wim Wenders o Jim Jarmusch o fotos de Alberto G. Alix. Como sería utópico pretender pasarse la vida leyendo ensayos de Jünger; una novela de Henning Mankell con Kurt Walander desengrasa y también alimenta el alma. Una dieta tan densa necesitaría siestas de dos horas y caminatas de cuatro para digerirlas. Así que hay que intercalar, como en la comida. No se puede comer todos los días igual, un día puede ser un lechazo al horno y al siguiente ensalada de lechuga con alcaparras; hoy aceitunas con anchoas del Día de aperitivo y mañana gambas de Huelva. Hoy Leopoldo M. Panero y mañana que se yo, Quevedo. Está bien el bonito del norte pero también apetece un bocata de panceta. No solo de Tom Waits vive el hombre, también de legumbres.

Ni Ramon Gener puede alimentarse solo de opera, ni yo de folk-rock. Cuando vi el anuncio del Jeep Cherokee me llamó la atención la melódica canción que suena de fondo, Renegades, una cancioncilla radio-fórmula, pegadiza, y con una letra y un video muy de estos tiempos, de superación y autoayuda –por cierto, ¿es que antes la gente no se superaba a si misma, no se exigía, no se ayudaba?– Recurriendo a ese hombrecillo sensiblero, moldeado por la cultura occidental que llevamos dentro y que nos hace emocionar cuando vemos a discapacitados rompiendo barreras. Vamos, que tiene un tufillo a prefabricado que ni una pizza congelada, pero se degusta con el mismo placer. Un ratito, unas cuantas escuchas y ya, sin pasarse.

Ray Donovan es una serie que bebe del Señor Lobo, el personaje de Harvey Keitel en Pulp Fiction. Un tipo duro que tiene una agencia para resolver problemillas a los peces gordos de Hollywood. Problemas que van desde quitarle de encima un acosador a una estrella a enterrar en el desierto a un asesinado con el atizador de la chimenea. Mansiones horteras y lujosas, una familia totalmente disfuncional. El padre –Jon Voight– un ex-presidiario hedonista que no para de meterse en líos, dos hermanos enfermos, uno de Parkinson, otro violado de niño por un párroco y un hermanastro negro con menos luces que una cueva rupestre. Una mujer con carácter y dos hijos completan el cuadro. Un cuadro de un Bosco abstracto, guionizado por Barton Fink; un cuadro en el que nada casa, los polis son más corruptos que los delincuentes, los hijos de Ray se ven envueltos en enredos inverosímiles, Ray se ve involucrado en conspiraciones federales…para no cansar, absolutamente todo es improbable por no decir imposible, pero tiene esa fácil digestión que te engancha a devorar capítulos comiendo pipas o palomitas y asistiendo a los tiroteos y las palizas con gusto culpable.

Los documentales de VICE, el Salvados de Evole, Michael Moore, están bien, te asoman a realidades diferentes, a conflictos olvidados o estancados, te informan de lo que pasa en el mundo mas allá de tu entorno, en la aldea global de McLuhan. Sin embargo, uno de mis entretenimientos favoritos es Gold Rush, la fiebre del oro. No hablo del disco de Neil Young, sino de una serie documental del canal Discovery. La vida de unas cuantas familias dedicadas a la minería del oro en el Klondike. Aunque los nuevos mineros ya no batean riachuelos como los buscadores de la primera fiebre del oro que narró Jack London en sus novelas, ahora mueven toneladas de tierra con enormes excavadoras para una vez lavado extraer unos pocos kilos de oro. Me gusta ver a esos hombres y mujeres afanarse, cortar y soldar hierros con los sopletes, sudar, pringarse de barro, soñar con un pozo de la gloria que les haga ricos que nunca llega. Desde luego me seduce más que ver a esos tertulianos paniaguados de traje y corbata discutir que si los tuyos roban más y los míos son mejores, un show mas previsible que un striptis.

¿Quien no tiene vicios, confesables o inconfesables? Una de mis películas favoritas es El Guateque, que por más hipster, beatnik o gafapasta –término caduco ya y es de anteayer– que uno sea, tampoco tiene que estar siempre mohíno ¿no?

Fargo 1: fabulosas historias en el frío

FARGO

 Las divertidas historias al amor de la lumbre del tío Lorne.fargo_tv_on_fx.0_cinema_1200.0

Nieve y frío. Mucha nieve; tanta que la gente no camina, anadea con las piernas bien abiertas intentando mantener el equilibrio. Y mucho frío; plumíferos, guantes de gore-tex, gorros de piel de castor, botas antideslizantes. Carreteras heladas que alejan la posibilidad de escapar. Cadáveres tiesos como merluzas congeladas. En este ambiente se desarrolla la trama de Fargo, la serie de 10 capítulos escrita por Noah Hawley y producida por los hermanos Coen e inspirada en la película del mismo nombre. Y como ella basada en hechos reales (sic) según rezan los créditos.

Lester Nygaard (Martin Freeman) es un pusilánime vendedor de seguros, un fracasado incapaz de colocar una póliza en medio de un terremoto. Un don nadie al que su mujer, Pearl, no deja de restregarle que es un perdedor: “¡Si, cuando hacemos el amor pienso en otro para sentir que estoy con un hombre de verdad!”Y cuando Lester llega a casa con un arma, ella muestra su confianza:“Si hay alguien capaz de dispararse en la cara con una escopeta descargada, ese eres tu, Lester”.

Su hermano pequeño, propietario de un arsenal con fusiles de asalto a lo Rambo incluidos, le reprocha que sea tan retraído, tan poca cosa: “Todos en mi trabajo tienen hermanos mayores de los que se enorgullecen Lester.”

A sus cuarenta años, sigue igual de asustadizo que de niño. Un encontronazo fortuito con el abusón de su infancia, Sam Hess, un camionero que se regodea contándoles a sus dos hijos adolescentes y cretinos como encerraba a Nigger en un bidón y le hacía rodar por las calles, lleva a Lester al centro de salud con la nariz rota y los ojos como dos higos maduros. En la sala de espera conoce a Lorne Malvo (Billy Bob Thornton), un tipo extraño e intimidante que se revela todo un filósofo: “Tu problema, Lester, es que crees que hay reglas. No las hay. Somos gorilas, teníamos lo que podíamos coger y defender. No hay santos en el reino animal, solo comida y cena.”

Tras esta sombría y excéntrica conversación que deja a Lester pensativo, se desata una oleada de crímenes inaudita en Bemidji, una pequeña localidad de poco más de diez mil habitantes en el estado de Minnesotta. Demasiado para el hipersensible jefe de policía Bill (Bob Odenkirk), un inepto al que todo el asunto sobrepasa y que quiere cerrar el caso de cualquier manera con tal de que sea rápida. Menos mal que Molly Solverson (Allison Tolman) una joven agente que ve más allá de su nariz intuye que casi nada es lo que parece y en su tozudez no se traga los endebles razonamientos de Bill.

El diablillo irónico de Lorne Malvo -o su álter ego el reverendo Frank Peterson- disfruta contando divertidas e instructivas historias sobre sus colegas y la naturaleza humana: “A Caroline Murphy le cortó la lengua un indio negro. Después trabajó un poco, pero no fue lo mismo”. “¿Conoces a Buzz Mead? Nació con un solo ojo. Solía sacarse el ojo de cristal y echarlo en las bebidas. Aun así, era un gran tirador.”Y disfruta matando. A veces parece Dios, escogiendo quien vive y quien muere. En cualquier caso es un cuervo solitario poseído por una furia homicida difícil de calmar. Un predicador que dispara sermones y balas:“Una vez vi a un oso con la pata metida en una trampa. Se masticó hasta el hueso para liberarse. Fue en Alaska. Una hora después murió boca abajo en el río. Pero fue bajo sus propios términos ¿no?”

Un año después, Bemidji ha recobrado la calma; la policía vuelve a ocuparse de perros, gatos y tormentas de nieve y la vida de Lester ha cambiado. Ha dejado de agachar la cabeza y musitar siseñor a todo, ahora tiene su propia oficina y se cree un triunfador, cuando la casualidad le lleva a tropezar de nuevo con Lorne, el asesino tranquilo: “Cuando un perro está rabioso, se nota, se ve. No como en los hombres”. Un encuentro que desatará la traca final y que volverá a teñir de rojo el blanco paisaje. Mientras a Molly Solverson, la única policía lúcida de Bemidji, sigue sin cuadrarle como se resolvieron los acontecimientos y ha intentado proseguir las investigaciones por su cuenta. Como bien dice:“Un hombre como ese no va a parar. Quizás ni siquiera sea un hombre.” Aunque la vida de Molly también ha dado un giro radical.

La serie, salpicada de diálogos brillantes de principio a fin, de humor negro y cáustico: “En cuanto nos casamos, mi mujer dejó de chupármela. Ah, esa es una tragedia nacional” y frases redondas como sentencias: “A las mujeres griegas a los cuarenta les salen dientes en el coño” “Nadie cuelga fotografías tristes ¿verdad? Mamá llorando, papá enfadado…”, tiene el inconfundible toque de los Coen. Y guiños a Fargo, la película. Planos calcados, como uno en el que se ve desde un coche el skyline de las Two Cities, Minneapolis y St. Paul o como los muñecos del legendario leñador gigante Paul Bunyan y su mascota, el bisonte azul Babe.

Y con tanto mal diseminado por los alrededores, vosotros, si sois buena gente temerosa de Dios, rezareis en familia y os juntareis al amor de la chimenea para beber batidos de plátano y seguir ¡Allá tú! en la tele del salón.

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P.D. El elenco está fantástico: Billy Bob Thornton; Martin Freeman (Sherlock); Allison Tolman; Bob Odenkirk (Saul Goodman en Breaking Bad); Keith Carradine; Colin Hanks y el resto de actores mas o menos conocidos y secundarios. Todos se aplicaron en imitar el acento de Minnesotta, estado fronterizo con Canadá y poblado por europeos occidentales y amerindios sioux en su mayor parte. A Martin Freeman le costó más por ser de origen inglés. Si disfrutaste la cinta de los hermanos Coen, no te la pierdas.

Fargo 2 Esplendor en la nieve

Brutal y salvaje. Muy salvaje, asi es Fargo, la segunda. Como la primera.

Estamos en 1979, Ronald Reagan da un discurso de campaña en Luverne, Dakota del Norte. Una peluquera insensata y atraída por el cambio y la autorealización, doctrinas que hicieron negocio en los 70, atropella a un peatón en La cabaña del gofre y desata una guerra a muerte entre una corporación de Kansas y una familia mafiosa. Un efecto mariposa sangriento y pegajoso.

Como en cualquier tragedia griega que se precie, hay una reina madre en ausencia del rey postrado por una apoplejía. Hijos queriendo heredar la corona y nietos buscando su lugar en el mundo. Enfrente una hermandad sin alma, una maquinaria engrasada y preparada para conquistar ese imperio con el menor gasto posible de recursos humanos. Por supuesto, hay una traidora, una adolescente rebelde y algo casquivana que como dice:»a veces una chica solo quiere correrse». Y enfrente de todos ellos, un policía metódico y desconfiado veterano de la guerra de Vietnam. Como su antagonista, el lacónico indio ex-marine dueño de un corazón púrpura y otras medallas que se carga gente como si fueran patitos en una caseta de tiro al blanco.

Todos los personajes han sido dibujados con maestría, caricaturizados algunos y sin embargo creíbles, del gangster filósofo al abogado extrovertido, del policía fanfarrón al vendedor de humo acuciado por las deudas. El ambiente de la epoca reflejado al detalle, basta fijarse en el cartel de la gasolinera con un platillo volante y encima un We are not alone, otra fantasía la de los ovnis que también hizo carrera en los 70 y ha llegado hasta hoy, de hecho hay gente que gracias a los platillos, llena su plato de comida caliente cada día.

De fondo una banda sonora casi perfecta que arranca con una nana, Go sleep little babe, sigue con Fleetwood Mac y pasa por Run trough the jungle de los Credence, Danny Boy, Jethro Tull (Locomotive breath) y Fats Domino (Kansas City) o Kenny Rogers entre otros.

De Bemidji a Luverne, un viaje a través de paisajes helados que nadie en sus cabales debería perderse. Dos viajes para ser precisos.