Historias de La Habana (Yoyi y Edelmira)

Cuando estuve en La Habana me alojé en casa de Edelmira, una anciana criolla de piel blanca y pelo azul, en un hermoso chalé en Miramar, la mejor zona de El Vedado (llamado así porque antes de Fidel los negros no podían pasear por allí, después de Fidel si, pero solo de paso o para servir en las mansiones y embajadas). Un palacete con ventilador en el techo de las habitaciones, patios de vegetación exuberante y tropical y garaje donde aparcábamos el carro de alquiler. Yoyi, la chica de servicio que hacía las camas y nos servía el desayuno, con jugo de pomelo y galletas María, era pequeñita y delgada, con ojos vivos color caramelo y pelo malo, de negra prieta mas no se pué, que dicen ellos. Indagando descubrimos que el hijo de Edelmira, otro blanco puro, había sido chófer de Fidel primero y de Robertico Robayna más tarde. Robertico, la gran esperanza del partido, cayó pronto en desgracia, fue cesado y expulsado acusado de corrupción en un país que navega sobre una ciénaga de corrupción. La vieja dama de nombre español no parecía haber sufrido mucho con el castrismo, aunque se mostraba nostálgica de la madre patria, normal en quien ha vivido tiempos mejores y pasa las tardes meciéndose en el porche y yendo a misa semiclandestina, a la espera de mudarse definitivamente al panteón familiar en el cementerio de Colón. Hicimos amistad con Yoyi, la mucama, que vivía en la Habana Vieja, muy cerca de la antigua tabaquera de H-Uppman y nos invitó a su casa. Fuimos una tarde y al poco de llegar el apagón controlado nos dejó a oscuras, así que volvimos al día siguiente por la mañana. Malvivía en un antiguo edificio de pisos elegantes y espaciosos, con balcones de hierro forjado y volutas, parecido a cualquier calle del Cadiz moderno, pero cayéndose a pedazos. La escalera sin barandilla, con tramos rotos. Los pisos, en su tiempo grandes y diáfanos habían sido subdivididos en apartamentos mínimos, con paredes de ladrillo visto sin enfoscar y altillos de adobe por doquier, para aprovechar el poco espacio. En unos diez metros cuadrados convivían ella, sus dos hijas y su marido, otro negro, que trabajaba pa la municipalidad asfaltando calles por dos pesos al mes. Nos mostró la heladera, vacía. Salimos de allí llorando, no había visto tanta miseria ni en las antiguas chabolas de Matalablima, en Oviedo. Fuimos al supermarket del hotel Cubanacan, solo se paga en divisa, chico, en dólares del enemigo, vedado para cubanos pobres, compramos huevos, pollo, verdura, leche, zumos, hasta una botella de Havana Club, que el ron chispa’e tren casero es metílico puro y huele a gasolina. Compramos de todo y se lo llevamos a Yoyi, al menos que una vez en su vida llene la nevera, pensamos. Y que sus hijas se den un festín, hartas de la cartilla de racionamiento y del no queda, del vuelva usted mañana, de los dos litros de leche al mes para los menores de ocho años. Esto y mucho más es Cuba, y es Fidel y es el castrismo, pero esto también. Hasta la victoria siempre solo es un lema que ni quita el hambre ni resuelve los eternos conflictos sociales.

El penúltimo perro loco

El siete de noviembre murió Leonard Cohen, el canadiense más neoyorquino, el poeta de voz susurrante  y tranquilizadora. Cuando se supo, varios días después, todos los telediarios de Occidente abrieron con alguna canción, con imágenes del cantante, con un Hallelujah o un So long Marianne, la Sexta con El partisano, la Cinco con Suzanne, cada editor pensando en su público.

Una semana después abandonó el mundo Leon Russell sin que los telediarios le dedicaran un segundo. El niño prodigio, el músico todo-terreno, pianista, guitarrista, cantante, compositor y productor. El genio que grabó con los Beatles, con los Rolling Stones, con  Bob Dylan, con Ike &Tina Turner, y al que si hubiera que recordarle por uno solo de sus trabajos, sin duda sería por la gira de Mad Dogs & Englishmen con Joe Cocker. Setenta y dos bolos por Norteamérica, más de veinte músicos, llegaron a juntarse treinta y cuatro personas sumando las coristas. Quienes lo vivieron hablan de cada actuación como una fiesta colosal y no hay más que ver los vídeos filmados para apreciar la hondura de la diversión; los efectos de los psicotrópicos se dibujan en las caras, en los movimientos espasmódicos de Joe, en el deambular de Leon deslizándose como si flotara por el escenario. Si Hunter S. Thompson hubiera viajado con los perros locos como Robert Greenfield viajó con los Stones durante su gira americana, hoy tendríamos una crónica sabrosa y psicodélica además de un disco en directo excepcional y una película. Pero toda juerga salvaje tiene que terminar algún día y cuando llega la hora, el bajón es proporcional a la subida. Todos salieron heridos de la gira, sobre todo Joe y Leon. Joe, afectado de una severa depresión y alcoholismo estuvo dos años sin cantar recluido en Sheffield. Pero eran jóvenes y se recuperaron. Bobby Keys, Carl Radle, Joe Cocker se fueron antes que Leon. Otros como Rita Coolidge siguen con nosotros, han pasado cuarenta y cinco años desde aquello. Los setenta fueron mágicos, disipados, libres y cándidos como la música que generaron. Y esa música seguirá con nosotros hasta que nos llegue la hora de bajar el telón y no haya mas bises. Como el Bird on the wire que une a Leonard con Joe y Leon, aunque la televisión no lo cuente.